Por Penélope Córdova
Transición es un eufemismo que se utiliza en los países que experimentaron el paso del comunismo soviético al capitalismo. Lo que en realidad significa es Confusión. A finales de los noventa, Rumania luchaba por ser un digno miembro de la Unión Europea; los rumanos comprendieron que debían comportarse a la altura, aunque sin saber exactamente cómo hacerlo. El escritor Petru Cimpoeşu (1952), considerado como uno de los mejores prosistas de su país, escogió a los inquilinos de un insulso bloque de viviendas en provincia para simbolizar el caos que reina desde esos años. Un santo en el ascensor (Ed. Intermon Oxfam-Icaria, 2007) utiliza irónicamente la figura de San Simeón Estilita quien, en el siglo V, rezó durante treinta y siete años en lo alto de una columna con el fin de alcanzar la bienaventuranza. En la ciudad de Bacau, calle de las Ovejas, el zapatero Simión, del primer piso, decide encerrarse en el ascensor y orar desde las cumbres de la octava plaza.
Así como Joseph Roth convirtió el Hotel Savoy (1924) junto con sus habitantes en una metáfora del cambio, de la pérdida asumida y de la búsqueda de un lugar en una realidad maltrecha, en el edificio de Un santo en el ascensor, Cimpoeşu despliega la crónica ficticia de una transición desequilibrada. Lo que en Roth es resignación e impotencia, en Cimpoeşu es ingenuidad y esperanza, acaso por ello resulte tan cómico. De aquel desajuste social e individual nació la leyenda negra de que “las cosas eran mejores con Ceausescu”. El capitalismo sirve de poco cuando, dice el escritor rumano, el poder económico está en manos de los antiguos comunistas y su aparato represor.
Da la impresión de que Cimpoeşu, al escribir sobre la tragedia de su país, se ríe a hurtadillas, maliciosamente. Un santo en el ascensor convierte el tono solemne y acusador de la literatura con fines sociales en un cómico desfile de hombres y mujeres absurdos en un mundo que no acaba de comprender porque la democracia les llegó con unas cuantas décadas de atraso y no saben qué hacer con ella. El lector también sonríe, no sin desconfianza, cuando se entera de los supuestos milagros y profecías de Simión, quien, con parábolas urbanas y profecías, alecciona a sus vecinos e interpreta el papel de guardián de consciencias. Sin embargo, la broma deja de serlo cuando uno se encuentra a sí mismo entre esos incautos inquilinos y cae en cuenta que, a pesar de no haber vivido tras un telón de acero, la propia situación no está muy lejana.
La confusión como condición del hombre del siglo XXI, abanderado de la democracia, la tolerancia y la libertad, es una constante oculta que revela las tres anteriores como falacias de un discurso político. Acaso sólo un milagro podría hacer de la libertad globalizada el paraíso prometido, pero si es verdad que el reino de los cielos está lleno de pobres de espíritu, tal vez convendría dejar de rezar. Esta novela, como el espejo de Stendhal, demuestra que, en realidad, los últimos serán siempre los últimos.
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